(Cortesía de la revista Magnificat)
Rafael Hernando de Larramendi, SdJ
El autor es sacerdote y pertenece a la Congregación «Siervos de Jesús». Actualmente es capellán en la Universidad Complutense de Madrid (Campus de Somosaguas). Es colaborador habitual de Magnificat.
Las Siete Palabras recogen las últimas frases que Jesús pronunció durante su crucifixión, antes de morir, tal como se recogen en los evangelios. La piedad cristiana las ha tenido siempre una especial devoción al ser consideradas como citas exactas, es decir, «verdaderas palabras» de Jesús. En ellas encontramos una llave que nos abre a la revelación del siempre más de Dios: vida y designio trinitario sobre los hombres, identidad plena del Hijo de Dios y alcance de su obra redentora, sentido de la muerte del Señor y del sufrimiento humano, papel de la Iglesia representada arquetípicamente en María al pie de la cruz, etc.
Son «palabras de cruz», provienen directamente del sufrimiento, son pronunciadas en el momento apremiante de la muerte del Hijo de Dios, quien se hace hombre sobre todo para llevar a cabo la redención. Por eso, en ellas reside una plenitud sin medida y recogen la esencia de su misión. Cada una de estas palabras de cruz es histórica, ha sido pronunciada en una situación única, excepcional e irrepetible. Su plenitud hace de ellas doctrina en favor de toda la Iglesia que nace con María. Por eso, estas palabras conservarán su valor siempre y en cada hora de nuestra vida. cruz
Meditemos contemplativamente este testamento de vida que nos dejó el Señor.
- «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
Después de todo lo que te acaban de hacer, ¿dices que no saben lo que hacen? Después del desafío de los hombres a su Dios, ¿insistes en que los sanedritas, Caifás, Pilato, Judas, los sacerdotes y la turba no saben lo que hacen?… Es verdad, en el fondo los hombres no sabemos lo que hacemos cuando ofendemos a Dios, no podemos imaginar el alcance de nuestros actos cuando pecamos.
En estas primeras palabras podemos encontrar toda la misión del Hijo: obtener del Padre el perdón de todos los pecadores. Y lo realizó por la fuerza del amor que atraviesa el sufrimiento y la impotencia. Vivió entre pecadores, nos conoce, sabe que necesitamos su ayuda y su aliento, sabe que sin su perdón misericordioso perecemos.
Nos agrada oír estas palabras de perdón, pero no somos tan rápidos en aplicarlas en quien nos ofende. Que esta palabra desde la cruz aliente nuestra confianza absoluta en tu generoso perdón y nos lleve a perdonar a nuestros hermanos con la misma indulgencia y comprensión con que tú los perdonas.
- «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43)
Después del abandono de todos los que en algún momento pensaron que Jesús podría ser rey de Israel, queda uno que confiesa su realeza. Es el ladrón arrepentido, quien, pareciendo más bien un loco, grita el despropósito de pedir que se acuerde de él cuando esté en su reino. Cree en el Rey Mesías justo cuando está viéndolo pendiente de una cruz, como vulgar malhechor, a punto de morir desagarrado y asfixiado.
Este pecador coincide con la última hora del Señor. Divina coincidencia en la que el ladrón no ha aportado nada para estar allí junto al Hijo de Dios. De Jesús mismo proviene la gracia de su presencia física y la gracia de su palabra sacramental que abre ahora el cielo al pecador que cree y se arrepiente. La muerte en medio de inimaginables dolores es el camino para el cielo, que es el mundo de Dios y de sus santos, un mundo eternamente separado de los pecadores.
Señor, queremos oír tu palabra salvífica que nos invita al arrepentimiento sincero y que nos abre el camino del cielo, tu propio cielo, el del Padre y del Espíritu Santo. No vale la pena vivir sin ti, ocupados en nosotros mismos, llenos de culpa y cargando nuestro rechazo a tu voluntad. Que seamos capaces de oír cada día ese hoy eterno que nos trae tu paz y tu misericordia para nuestra vida cotidiana y para toda la eternidad.
- «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!… ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,26-27)
María no acompañó a Jesús durante su vida pública en los momentos de triunfo, cuando le decían: «Jamás se ha visto cosa igual en Israel» (Mt 9,33) o cuando le gritaban: «¡Hosanna el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21,9). Pero esta tarde en el Calvario aquí está ella. Desaparecidas las turbas que lo aclamaban, escondidos y atemorizados sus seguidores, permanecen su Madre y el discípulo amado.
En la hora presente, el Hijo se dirige a su Madre y a san Juan con unas palabras que hacen de ella la madre de todos. Juan, que nos representa, está participando de la fecundidad de la cruz entre la Madre y el Hijo. Y así, en singular reciprocidad, María y san Juan recogen los frutos de la cruz y los expanden al resto de la Iglesia. Nueva gracia que, a partir de ahora, conforma el núcleo de la Iglesia. Centro de amor que irradia y sostiene a todos los que formamos el Cuerpo de Cristo.
Señor, tú dejaste que Juan, tu discípulo amado, te reemplazara en tu lugar de Hijo para vincularnos de manera especial con tu Madre. Haz que vivamos este vínculo de amor en todas las facetas de nuestra vida, que alimentemos con ese amor expansivo nuestra vida cristiana. Solo tenemos que recibir en la fe y el amor a tu Madre, acogerla como parte de nuestra vida cotidiana. ¡Danos, por los méritos de la cruz, la gracia de recibirla!
- «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34)
El evangelista ha transcrito las palabras textuales de Cristo en arameo: «Eli, Eli, lema sabactaní». Podía parecer que invocaba al profeta Elías, pero Jesús invocaba al Padre empleando las primeras palabras del salmo 22, que describe, con tormentos asombrosamente parecidos a los que Cristo está sufriendo, la situación angustiosa de un fiel israelita atribulado, que se siente abandonado de Dios.
Jesús en la cruz sufre como un hombre que ha elegido en su existencia humana todas las posibilidades de sufrimiento, para concedernos a los demás la salvación. Estamos en el ápice de su misión redentora. Sufre por los pecados de todos, pero acoge ese sufrimiento a partir de la misión y dentro de ella. Y entre los sufrimientos que no elude está también la experiencia de la ausencia del Padre. Llevar hasta el final la redención sin sentir ni ver la presencia de Dios Padre.
Señor, nosotros no podemos imaginarnos la prueba que atraviesas, porque tu vínculo de Hijo con Dios Padre es único, sin comparación con nuestras experiencias de filiación. En efecto, no escatimaste nada, no podrías sufrir más. Concédenos renovar la certeza de fe de que somos tus hijos y enséñanos a atravesar nuestras desolaciones, nuestras oscuridades, sabiendo que tu experiencia nos sostiene. Que la ausencia del Padre que tu padeciste sostenga a todos los que no han podido vivir como hijos amados por sus propios padres y experimentan su ausencia y sus consecuencias.
- «Tengo sed» (Jn 19,28)
Jesús dice esta palabra de un modo perceptible. Lo dice para sí mismo y para los demás. Tiene sed, porque lleva más de quince horas sin probar bocado ni beber una gota de agua. Ya desde Getsemaní empezó la deshidratación con aquellos sudores de muerte. La pérdida de sangre en la flagelación, en la coronación de espinas y en la cruz, traspasados sus pies y manos…, todo ello ha producido esa progresiva deshidratación. Ahora está en la cima de la tortura insufrible de la sed.
Pero la sed física, sin menospreciarla, expresa su estado de abandono, su estado de necesidad. Sed corporal y, aún más, sed espiritual; sed de presencia del Padre. En su vida cotidiana, el Hijo vivía bajo la presencia amorosa del Padre. Todas sus acciones, deseos, pensamientos eran consecuencia de la mirada del Padre. Era rico por poseer al Padre. Ahora, su sed muestra su pobreza absoluta. Lo ha entregado todo. La sed es la otra cara de la entrega.
Tu sed, Señor, es expresión elocuente de tu amor por nosotros. Anticipa tu ofrecimiento eucarístico: cuerpo entregado y sangre derramada. Que nuestro amor sacie tu sed, que nuestra entrega remedie tu necesidad. Correspondamos al Señor, que también tiene sed de nuestro amor.
- «Todo está cumplido» (Jn 19,30)
Jesús era consciente del profundo sentido de su vida y de su muerte. Repetidas veces había dicho que era necesario que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado sobre su pasión y muerte. En este momento de cruz está seguro de que todo lo anunciado se ha cumplido. Todo tiene sentido. Y lo dice en alto para que nosotros estemos también seguros. A pesar de oscuridades y pruebas, la cruz nos convence de que todo en nuestra vida tiene sentido, entra en los planes de Dios.
Ciertamente no es un grito de desesperación, sino, al contrario, una palabra de conformidad serena y profunda paz. El Señor ha terminado la obra que el Padre le encomendó. Su misión está cumplida. Pone fin a todo lo que el pecado del mundo puede dominar y así libera un espacio para lo nuevo: el amor de Cristo como esencia de la vida. Ahora le toca a la Iglesia administrar aquello que se ha cumplido, porque ella es la receptora de la tarea del Señor de quitar el pecado del mundo y abrir nuevos caminos al amor.
Señor, que tu misión cumplida sea nuestra alegría, nuestra paz, nuestra gloria. Recibir y dar el tesoro de la salvación es también nuestra tarea. Nuestra vida tiene sentido a partir de la misión, que da cauce y significado incluso a aquello que no entendemos.
- «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46)
Son las últimas palabras que el Verbo de Dios hecho hombre pronunció en carne mortal. Son las últimas palabras desde la cruz. Y las proclamó a voz en grito, como subrayando la última voluntad de su testamento. Con ellas, la vida entera de Jesús se resume en el cumplimiento de la voluntad del Padre: darnos su Espíritu, que es del Padre y del Hijo. Al depositar el Espíritu en las manos del Padre, muere en un estado de abandono que va hasta el extremo. Ir a la muerte con el Espíritu habría sido un alivio. Renuncia absoluta que solo se explica porque el Hijo quiere obedecer hasta el final. Es un acto de obediencia inexorable.
Después de la resurrección y de la ascensión, la Iglesia recibirá en Pentecostés el Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo. La entrega del Espíritu al Padre desde la cruz es la preparación para que la Iglesia lo reciba de manera nueva, sin medida, potente y fecunda. De la cruz brota la fecundidad y vitalidad de la Iglesia, gracias a este acto del Señor de poner su vida entera en manos de Dios entregando su Espíritu.
Señor, que no olvidemos que no hay fecundidad al margen del Espíritu Santo y que tú sufriste la cruz para que podamos recibirlo. Por eso no hay fecundidad en la Iglesia sin cruz. Que la acción de tu Espíritu renueve nuestra vida y nos sostenga en las cruces que tú nos concedes padecer.
Sem comentários:
Enviar um comentário
Nota: só um membro deste blogue pode publicar um comentário.