(Il Timone)-El relato exclusivo del periodista, rostro conocido del Tg1, que se sentó a la mesa con Juan Pablo II y el profesor que descubrió el síndrome de Down. ¿Qué se dijeron? Pocas horas después el papa polaco fue víctima del atentado de Ali Ağca.
El domingo 17 de mayo de 1981 se iba a celebrar en Italia el referéndum sobre el aborto. ¿Qué mejor ocasión para invitar a Roma, el martes 12, al profesor Jérôme Lejeune, genetista de la Sorbona, descubridor del cuadragésimo séptimo cromosoma -causante del síndrome de Down- prestigioso testigo de la vida, para dar una conferencia de prensa sobre el tema de la vida? Mi fuerte vinculo con el profesor era debido al afecto y la amistad que nos unía desde que le conocí en París, en los años ochenta; fue en una conferencia sobre la familia organizada por la Madre Teresa de Calcuta, a la que seguirían muchas otras en todo el mundo, a las que yo participaría entonces junto con Lejeune y muchos otros amigos comprometidos en la defensa de la institución familiar, ya entonces duramente atacada por los enemigos de la vida, desde la concepción.
A partir de entonces, cada vez que el profesor venía a Roma para las reuniones de la Academia Pontificia de las Ciencias, le invitaba a cenar en mi casa, con mi esposa Birgit -danesa por parte de madre y de padre alemán-, junto con su esposa Birthe, también de origen danés.
El profesor aceptó mi invitación con entusiasmo, y al mismo tiempo me pidió que le hiciera de intermediario para un encuentro con el papa Wojtyla, que sentía gran afecto por Lejeune. Informé a su secretario, el padre Stanislao Dziwisz, del acto que estaba organizando y del deseo del profesor de reunirse con él.
El día 13 por la mañana, a las 10:30 horas, evidentemente después de haber hablado con el papa, me llamó y me dijo: «Venid a comer». Así nació la ocasión que resultaría ser muy especial, por varias razones.
Sentados frente al Santo Padre
A las 13:30 horas del martes 13 de mayo, día de la primera aparición de la Virgen María en Fátima en 1917, tras el afectuoso saludo del papa al profesor y a su esposa Birthe, nos sentamos los tres delante del Santo Padre, con don Stanislao y el otro secretario a ambos lados de la mesa. Como de costumbre, el papa inicia la conversación con un tema que le es particularmente cercano, y en ese caso con lo que más le había llamado la atención en el gran debate que se había abierto en aquellos días sobre el aborto, incluido el hecho de que el entonces secretario del Partido socialista, Bettino Craxi, hubiera hablado de «las gafas polacas del papa Wojtyla». Pero no daba importancia a este tipo de ataques; lo que más le había entristecido era el silencio del episcopado italiano sobre el hecho de que el Tribunal Constitucional hubiera rechazado la pregunta del referéndum más favorable a la vida. Para el joven arzobispo de Cracovia, que había luchado tenazmente contra las decisiones hostiles a la Iglesia del Partido comunista polaco, era sorprendente que ninguno de los prelados italianos se hubiera pronunciado sobre esa decisión. La conversación pasó después a la situación de la Iglesia en Francia, sobre la que se detuvo Jérôme Lejeune, relatando incidentes hostiles hacia él, no solo por parte del mundo político, sino también de miembros de la Iglesia.
El almuerzo fue más allá de lo esperado: normalmente, al cabo de una hora, el papa despedía a los invitados y se retiraba, pero ese día terminó hacia las 15:30 horas. Lejeune se fue directamente al aeropuerto para regresar a París mientras yo, que no tenía turno ese día en el Tg1, me dirigí a la sede de la escuela que habíamos fundado con otros padres, en vía Cortina d’Ampezzo, para convencer a algunas madres, como presidente de la cooperativa, de que matricularan a sus hijos.
Una tarde de miedo
Eran ya las 17:30 horas cuando una amiga, sabiendo que yo estaba en el despacho de la escuela, me llamó para advertirme del atentado contra el papa perpetrado por el terrorista turco Ali Ağca. Mientras sus hijos veían dibujos animados, las emisiones se interrumpieron con un informativo especial en el que Massimo Valentini hablaba del atentado. Le dije que no era posible, que le había dejado dos horas antes en su apartamento y que era absurdo pensar que le hubieran disparado en el Palacio Apostólico. «¡No», me dijo con el corazón en la garganta, «ha sido en la plaza, durante la audiencia!». Solo entonces recordé que aquel día, la audiencia general en la plaza de San Pedro se había trasladado a la tarde, a las cinco, debido al calor especialmente intenso de aquel mes de mayo,
Conduje desde vía Cortina d’Ampezzo hasta vía Teulada [sede de la Rai, Radio Televisión Italiana, N.d.T.] con un único pensamiento: el mundo no podía verse privado de la persona de Wojtyla, el primer papa eslavo de la historia; el papa de profunda piedad mariana hasta el punto de tener la «M» bajo la cruz en su escudo de armas; el papa que, el día de su entronización el 22 de octubre de 1978, había pedido al mundo que «no tuviera miedo» y que «abriera las puertas a Cristo»; el Papa que había dedicado a Cristo su primera encíclica, Redemptor Hominis, en la que llamaba a Cristo «centro del cosmos y de la historia».
Yo le seguí, no como vaticanista sino como enviado especial, desde su primer viaje a México, en enero de 1979, tres meses después de su elección, y luego a Polonia, en junio del mismo año; un viaje extraordinario, que desencadenaría ese mecanismo virtuoso y providencial que conduciría, diez años más tarde, de manera sorprendentemente pacífica en noviembre de 1989 y desde el Báltico al Mar Negro, a la caída del Muro de Berlín y a la disolución de lo que él habría definido como «utopías trágicas». «El marxismo», escribiría Juan Pablo II en su tercera encíclica social, la Centesimus Annus, en 1991, «había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón».
El Hospital Gemelli
Mientras corría desde vía Teulada hasta el Hospital Gemelli, estos pensamientos se agolpaban en mi mente y resonaba en mi interior la idea, dominante, de que el mundo no podía privarse de este gran papa, no un tradicionalista, como algunos habían insinuado, sino un papa de antes de la tradición, del linaje de los primeros apóstoles que -como dijo otro francés, amigo de Lejeune, el escritor André Frossard- parecía como si acabara de dejar las redes a orillas de un lago y hubiera llegado directamente de Galilea, tras las huellas del apóstol Pedro. Llegué casi sin aliento al Hospital Gemelli, unos minutos después de que el papa hubiera entrado en quirófano. En una habitación contigua le pregunté al padre Stanislao: «¿Dónde?»; él me señaló el abdomen y me dijo que no se lo dijera a nadie. Un cardenal, no recuerdo quién era, rezaba el rosario. En el hospital habían perdido el tiempo llevando al papa, aún lúcido y con mucho dolor, pero sin perder más sangre, a la décima planta.
El Cielo quiso que el profesor Francesco Crucitti, alertado por las monjas de la clínica Pío XI donde estaba visitando, acudiera al quirófano Gemelli, salvándolo. El papa Wojtyla le estuvo siempre agradecido, hasta el punto de que cuando Crucitti murió, prematuramente, el 26 de agosto de 1998, el papa quiso ir a su casa para presentar sus respetos al fallecido. Su hijo, Pierfilippo, muy buen cirujano en el Campus Biomédico de Roma, me contó que el Santo Padre llegó a la casa a las tres de la tarde y que, para besar en la frente al profesor, cuyo cuerpo había sido colocado en medio de la cama matrimonial, se subió de rodillas a la misma para rendir homenaje a su «salvador», besándole y rezando por su alma.
Cruce de vidas
Volviendo al 13 de mayo, por la noche supe por Birthe Lejeune que, recién llegados a París, el taxista les había informado del atentado contra el papa; la conmoción de Lejeune ante la noticia fue tal que se sintió mal y tuvo que ser hospitalizado esa misma noche. En 1994, el gran genetista fue nombrado primer presidente de la Academia Pontificia para la Vida, un organismo fuertemente deseado por Karol Wojtyla, que había dedicado su primera exhortación apostólica, Familiaris Consortio, del 22 de noviembre de 1981, al tema de la familia y la vida.
La amistad y la consideración que el papa Wojtyla sentía por Jérôme Lejeune (fallecido en 1994 a los 68 años de edad) era tal que, cuando viajó a Francia para la JMJ de 1997 quiso, fuera de programa y contra la opinión de las autoridades francesas, rendir homenaje a su amigo yendo al pequeño cementerio de las afueras de París donde estaba enterrado.
Al recordar esto, escribiendo no sin emoción, constato cuán cierta era la expresión de san Josemaría Escrivá: «Estas crisis mundiales son crisis de santos». El fundador del Opus Dei era muy amigo de san Juan Pablo II, que a su vez era un gran admirador de santa Teresa de Calcuta, a la que tuve el placer de conocer y ver varias veces; futuro santo es también el profesor Lejeune, cuya causa de beatificación está abierta y al que san Josemaría quiso nombrar miembro del Consejo de Gobierno de la Universidad de Navarra en Pamplona en los años setenta.
En el decreto sobre las virtudes se dice que el profesor Lejeune, a pesar de las presiones y represalias de las que fue objeto, recorrió el mundo para dar testimonio de la belleza y la dignidad inviolable de la vida humana ante parlamentos, asambleas de científicos y medios de comunicación. En cuanto a la práctica heroica de la virtud de la caridad -está escrito en el decreto de las causas de los santos, y quienes le conocieron pueden atestiguarlo- «vivía en presencia del Señor, porque Jesús, el Verbo encarnado, ocupaba el primer lugar en su vida. En él, el amor a Cristo y el amor a sus hermanos y hermanas, especialmente a sus pacientes, eran prácticamente una misma cosa, porque en los necesitados y los enfermos reconocía la imagen divina. Ejerció la caridad constantemente, con alegría y en un grado poco común, en todos los ámbitos de su vida: en su familia, en el entorno profesional, en la Iglesia».
Traducido por Verbum Caro
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