La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (IV)

                          «El regreso». Charles Bosseron Chambers (1882-1964).
 

 


«La única sabiduría que podemos esperar adquirir
Es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita».

T. S. Eliot

            

          

«El coraje no es simplemente una de las virtudes, sino la forma de cada virtud en el punto de prueba».

C. S. Lewis

 

 

Cuando hablamos de caballería y caballeros, solemos pensar en épocas remotas y olvidadas (la Antigüedad clásica y, sobre todo, los tiempos medievales). Pensar en un caballero en nuestros días —o en nuestros tiempos— semeja un anacronismo, un anclaje en un pasado brumoso y oscuro que, para muchos, está afortunadamente superado. Sin embargo, como hemos visto, la actualidad (y urgencia) de esta figura es indudable para todo el que tenga ojos y quiera ver, tal y como he tratado de exponerles. Ahora me toca explorar la literatura contemporánea en busca de algún que otro ejemplo, por discreto que sea y semioculto que pueda estar. 

Voy a hablarles de dos obras literarias y de sus protagonistas. La primera fue escrita por una mujer; la segunda, por un hombre, ambos católicos y conversos. Me refiero a una novela dividida en dos partes (¿una dilogía?) y otra dividida en tres, una trilogía (ahora sí). La autora de la primera es Sigrid Undset, y los títulos que la componen son La orquídea blanca (1929) y La zarza ardiente (1930), ambas protagonizadas por Paul Selmer. La segunda es obra de Evelyn Waugh y está compuesta por las novelas Hombres de armas (1952), Oficiales y caballeros (1955) y Rendición incondicional (1961), publicadas más tarde, en 1965, en un único volumen que reunía las tres (con algunas correcciones) bajo el título de la trilogía Espada de honor, protagonizada por Guy Crouchback.

Creo que, tanto en Paul como en Guy, pueden reconocerse rasgos de ese caballero cristiano al que nos estamos refiriendo en esta serie.

En ambos casos, me centraré únicamente en un aspecto de sus vidas: sus matrimonios y todo lo que los envuelve, lo que forzosamente me llevará a dejar de lado muchos otros aspectos valiosos de las novelas. Por ejemplo, el crítico Cyril Connolly calificó la trilogía de Waugh como «la mejor obra en lengua inglesa sobre la Segunda Guerra Mundial», y el propio Waugh la consideró su obra maestra. Espero, por tanto, que me disculpen.


TRILOGÍA «ESPADA DE HONOR»

 

¿Es posible ser un caballero cristiano en el mundo moderno? Y, si fuera así, ¿es posible, además, serlo en medio de un mundo que se derrumba, atrapado en la monstruosidad de una guerra que parece devorarlo todo?

Este es el punto de partida de la historia de Guy Crouchback y las preguntas que hay que plantearse antes de adentrarse en la lectura de la novela.

Guy es un hombre de convicciones, que profesa la fe católica desde la cuna, y la guerra en la que el mundo se ve envuelto —la Segunda Guerra Mundial— pondrá a prueba todas ellas, pues esa fe inicial parece dormida y débil, necesitando una forja que las vicisitudes bélicas traerán consigo y de la cual saldrá fortalecida. De este modo, asistimos al crecimiento de la fe católica de Guy; una fe que termina por convertirse en su ancla vital. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que adoptan el pragmatismo y utilitarismo propios de los tiempos bélicos, Guy se aferra a un orden superior. Su alistamiento está inicialmente impulsado por una visión caballeresca cuasi medieval: la defensa de la cristiandad:

«El enemigo por fin estaba a la vista, enorme y odioso, sin ningún disfraz. Se trataba de la Era Moderna en armas».

Un idealismo inicial que la crudeza y miseria de la conflagración enfrían, pero que, al mismo tiempo, forja en su interior una fortaleza ligada a un propósito vital que la fe misma otorga.

Sin embargo, me interesa destacar un episodio concreto de la trama: su matrimonio y todo lo que lo rodea.

Pero antes, una aclaración. Con Waugh ocurre algo: el problema de acostumbrar al público a una crítica ácida es que siempre se perciba la obra como una sátira burlesca, y que el autor parezca un cínico incapaz de abordar temas serios. Esto sucede frecuentemente con Waugh. Pero lo cierto es que, sin abandonar su vena cómica y su amarga crítica a la modernidad, cuando escribe sobre catolicismo y tradición, Waugh lo hace con absoluta seriedad. Esto, en ocasiones, no se percibe o no se acepta. Por ejemplo, los editores estadounidenses de la trilogía titularon el último volumen El final de la batalla (nombre de un capítulo), en lugar del original Rendición incondicional, perdiéndose así el doble sentido de la frase y su referencia al abandono a la voluntad divina que implica la fe verdadera. Guy Crouchback se rinde por completo a Dios, a lo que Este espera de él, todo lo cual culmina al contraer un segundo matrimonio —civil, pues el canónico persistía tras el divorcio— con su esposa, Virginia, y reconocer como suyo al hijo de otro hombre, concretamente de un compañero de armas, Trimmer. Como había dicho su padre:

«El Cuerpo Místico (la Iglesia) no renuncia a sus principios ni pierde su dignidad. Acepta el sufrimiento y la injusticia. Está dispuesto a perdonar al primer indicio de arrepentimiento».

El amparo de Virginia y su hijo en el último volumen de la trilogía —a pesar del abandono de esta, de su adulterio y de la concepción de un hijo con otro hombre— es la primera «acción genuinamente desinteresada» de la vida de Guy, y un gran paso hacia una existencia plena. Y es que, como le dice al protagonista su padre (probablemente el personaje más noble de la obra, un modelo para Waugh):

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Esa alma puede ser el hijo bastardo de Virginia, y Guy lo sabe. Sin su padre ni Virginia vivos, es él quien lo adopta y cría; quien le da cobijo y educación; quien incluso sostiene su nombre; curiosamente el mismo nombre que su abuelo, su padre y su hermano mayor fallecido en la guerra: Gervase. Y, sobre todo, es él quien le transmite la fe.

La fuerza de esa fe, la fe como forma de vida, es el núcleo de estas tres novelas bélicas de Waugh. Guy Crouchback y su padre rezuman esa fe por todos sus poros. Como escribió san Juan de la Cruz, el cristianismo es una religión en la que «la resistencia a la oscuridad es la preparación para la gran luz». La horrible y decepcionante guerra que se ve obligado a afrontar Guy Crouchback, unido a su inicial fracaso familiar, representan para él esa oscuridad, que solo puede afrontar bajo el manto de la fe. Una fe que el Waugh converso explora incansablemente: es el amanecer de la luz para Charles Ryder en Retorno a Brideshead; la fuerza que impulsa a Helena –en su novela homónima– en su búsqueda en Tierra Santa; el consuelo que resigna y da propósito a Guy Crouchback en Espada de honor ante los reveses del destino; y la fuente de alegría inconmensurable para su padre, Gervase Crouchback. Así entiende Waugh la fe, y así nos la transmite.


«LA ORQUÍDEA BLANCA» Y «LA ZARZA ARDIENTE»

 

Esta obra de Undset, de la que ya les hable aquí, nos presenta a un protagonista que alcanza su condición de caballero tras una vida llena de duras pruebas. Como se señala en la contraportada de su primera edición en inglés:

«Paul Selmer es un héroe que lucha como un converso al catolicismo, una secta minoritaria en Noruega. Él lucha en su infeliz matrimonio para amar a su difícil esposa y aceptar sus faltas como esposo. Lucha por mantener amistades y lazos familiares en una época de moral que se desmorona rápidamente y la evidente devastación causada por el divorcio y la infidelidad. Él lucha como padre para criar a sus hijos en una fe que también está aprendiendo».

Para Selmer —tal y como debería ser para cualquier católico—, el matrimonio no es un mero contrato de conveniencia, destinado a procurar utilidad o placer, sino un crisol de santificación: perdona la infidelidad de su esposa, la acoge pese a su traición, incluso cuando esta regresa con los frutos de su pecado entre los brazos. Pero Paul reflexiona:

«No podía odiarla; el odio solo lo encadenaría a su pecado».

A diferencia del Guy de Waugh, el Paul de Undset no proviene de una familia de fuerte raigambre católica; se convierte al catolicismo ya en su adultez lo que sacude su existencia. No obstante, al igual que Guy, su fe es inquebrantable.

Uno de los ámbitos donde su fe se pone a prueba —y donde actúa su espíritu caballeresco— es en el seno de su matrimonio.

Su conducta, guiada por las virtudes de la humildad y la caridad, encarna los tres bienes fundamentales del matrimonio católico: la fides (fidelidad), la proles (descendencia) y el sacramentum (indisolubilidad).

La fidelidad de Selmer resplandece ante la infidelidad de su esposa, resistiendo incluso tentaciones disfrazadas de nobleza, personificadas en Lucy —la mujer que podría haber sido el amor de su vida—.

La crianza y cuidado de la prole se muestra en la forma en que se ocupa y cuida de sus hijos biológicos, en contraste con el abandono materno, y sublima su compromiso al adoptar como propio al hijo fruto del adulterio de su esposa.

Por último, a pesar de las dificultades, la falta de afecto hacia su esposa y las presiones familiares y sociales, Selmer mantiene el vínculo matrimonial en un mundo secularizado y hostil a sus creencias.

«El amor no es un sentimiento… Es la voluntad de servir, incluso cuando el corazón está roto».

Selmer hace lo que debe hacer, y lo hace con sacrificio y sufrimiento, y en silencio y humildad. Encarnando así el ideal del caballero cristiano descrito por el cardenal Newman: «un hombre cuya mansedumbre está aliada a la fortaleza y cuya vida está oculta con Cristo en Dios».

    

EPÍLOGO

Y dicho todo esto, no queda sino rogarles una cosa: eduquen a sus hijos en el espíritu y las virtudes de la caballería cristiana. Edúquenlos «en la decencia y el honor», como versó el gran poeta escocés. Prepárenlos para que calcen espuelas y ciñan espada, a fin de que estén listos para el combate, que oportunidades tendrán, como estamos viendo.

En ocasiones será Héctor, en otras, el Cid, quizá sea sir Gawain el que les acompañe, o puede ser que el ejemplo de Paul Selmer o de Guy Crouchback esté muy presente en sus vidas. No importa a cuál de ellos se acerquen sus hijos; no importa a quién emulen. Todos estos caballeros estarán ahí —en sus corazones— para cuando los necesiten. Se trata, sencilla pero grandiosamente, de estar preparados para la batalla de la vida, y ellos podrán ser su sostén.

Aunque esto implique enfrentar burlas y reproches, pues algunos considerarán que el ideal caballeresco al que aspiran es una huida de la realidad. Sin embargo, como dice Lewis influenciado por su amigo Tolkien, este ideal, aunque parezca escapismo, ofrece una dimensión profunda: es el único escape posible de un mundo dividido entre aquellos que no entienden que es en realidad la vida, y aquellos incapaces de defender lo esencial de ella. Por ello no es una fuga de la realidad, sino hacia ella.

Aun así, es muy probable que no los veamos en batallas épicas, pero sí actuar como «conservadores de las costumbres» y «protectores de los desvalidos». En un futuro donde tal vez seamos «ovejas incapaces de defender lo que hace a la vida deseable», serán ellos, nuestros hijos, quienes, como caballeros, nos rescaten.

Por esto, la caballería es hoy más necesaria que nunca; por esto urge preservarla.

Piensen en esto: en el ámbito del ser solo hay un caballero y un dragón. Convénzanse de que, como padres y esposos, están llamados a ser el caballero. Combatan a todos los dragones que hallen, incluido –sobre todo– el que se esconde en el rincón más oscuro de su corazón. Y enseñen a sus hijos a hacer lo mismo. Bastará su ejemplo. Salgan ahí fuera y luchen. La pureza de sus corazones los guiará y les mantendrá en la brecha, como cantó Tennyson del más noble de los caballeros, Galahad:

«Mi buena espada talla los cascos de los hombres,
Mi dura lanza empuja cierta,
Mi fuerza es como la fuerza de diez,
Pues mi corazón es puro».

 7.04.25

La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (III)

                              «Ruslán y Liudmila». Nikolai Kochergin (1897-1974). 

       

     

            

«El vivir qu’es perdurable
Non se gana con estados mundanales,
Ni con vida delectable
Donde moran los pecados infernales;
mas los buenos religiosos gánanlo
con oraciones e con lloros;
Los caballeros famosos,
Con trabajos e aflicciones
contra moros».

Jorge Manrique. Coplas a la muerte de su padre

       

            

      

Esta tercera entrega, en esa exploración que estamos llevando a cabo del muestrario literario de los héroes caballerescos, y de la interacción en ellos de dos de sus características más señaladas, como son la ferocidad y la mansedumbre, nos acercará a la literatura medieval, dejando para una cuarta y última entrega algunos ejemplos más cercanos en el tiempo, que encontraremos en la literatura del siglo XX.

  
EL CID

 

En nuestra patria el mayor de los romances caballerescos, Cantar de mío Cid, es un magnífico ejemplo.

El Cid es un gran guerrero, a la vez bravo y manso; como se decía en una crónica medieval, hablamos del «muy esclarescido en virtudes e esforçado en fechos de armas e bienaventurado en batallas, don Rodrigo de Bivar, que fue llamado el Cid Campeador». Como veremos, esta bravura suya salva a su mansedumbre de caer en la pusilanimidad; y, recíprocamente, su mansedumbre salva a su bravura de la crueldad. Ello se muestra claramente en el incidente conocido como «la afrenta de Corpes», donde el caballero sufre una de sus peores desgracias: sus amadas hijas son deshonradas, humilladas y maltratadas por aquellos que habían jurado protegerlas, sus esposos, los infantes de Carrión, y todo por venganza contra él.

Si prestamos atención al episodio, lo primero que debe llamarnos la atención es la mesura y prudencia de que hace gala el Cid al conocer la terrible noticia:

«Una grand ora pensó e comidió,
alçó la su mano, a la barba se tomó:
–¡Grado a Christus, que del mundo es señor,
cuando tal ondra me an dada los ifantes de Carrión!
¡Par aquesta barba que nadi non messó,
non la lograrán los ifantes de Carrión,
que a mis fijas bien las casaré yo!»

El paladín cristiano no reacciona visceralmente, sino que se demora, ordenando sus pensamientos y dominando su pasión («Una grand ora pensó e comidió»), lo que evidencia su gran templanza y comedimiento.

Además, como padre ofendido, el buen caballero Cid Ruy Díaz no se venga personalmente, aun pudiendo hacerlo; por el contrario, guardando el orden público, acude a su Rey. Lo hace para luchar por la justicia sin desenvainar su espada, solo con la verdad. Solicita el amparo del rey y respeta su autoridad, pues es a él a quien está reservado impartir justicia. De esta manera, el Cid garantiza el orden social y pone el bien común por encima de dar satisfacción a su deseo personal de venganza, de apagar su ira (justa, pero imprudente). Y ello, a pesar de la incertidumbre que sobrevuela como una sombra oscura sobre la decisión, pues sabe bien que está en manos de otro determinar aquello que es justo.

Para realizar todo ello, sin duda alguna, hace falta valor, dominio de si, determinación y voluntad. Y también confianza y fe. Y todo ello lo atesora en abundancia el caballero protagonista.

  

SIR GERAINT

 

Viajando a la Bretaña ensoñada, a los bosques de Brocelandia, a la isla de Lyonesse y al castillo de Camelot —la tierra envuelta en brumas y leyendas, que sobrevuela la Bretagne francesa y su gemela, Brittany, del otro lado del canal—, la Vulgata artúrica nos ofrece muchos otros ejemplos. Tomemos uno de ellos, tal cual es la historia de sir Geraint, contenida en el poema narrativo de Alfred Tennyson, inspirado en la leyenda de Arturo y sus caballeros, Los idilios del rey.

Cuando el caballero inglés es abierta e innecesariamente provocado, faltándose a su respeto por un hombre insignificante, su mano se acerca a su espada. Pero Geraint se detiene, lo que, según Tennyson, se debe a su «extrema hombría», que le hace abstenerse «incluso de una palabra».

«Pero él, por su extrema hombría
y pura nobleza de temperamento,
Enojado por enojarse con tal gusano, se abstuvo
Incluso de una palabra».

Así, es la virtud de la mansedumbre la que permite a Geraint detenerse y controlar su ira, justa pero inconveniente, sabiendo que tal pelea no merece ni su tiempo ni su energía.

El poema continúa relatando que Geraint es recompensado más adelante por esa mansedumbre. El acto de controlar su ira pone en marcha los acontecimientos que conducirán a su encuentro con una hermosa joven de una familia noble pero caída a menos, llamada Enid, quien necesita desesperadamente un campeón que luche en su favor. He ahí una causa noble en la que Geraint puede poner al servicio de la justicia su ferocidad y su justa ira.

Enid terminará convirtiéndose en la mejor esposa que un hombre pueda desear, y Geraint nunca la habría conocido si se hubiera complacido en dar su merecido a su ofensor.

  

SIR GAWAIN

 

Otro magnífico ejemplo extraído de las leyendas artúricas es Sir Gawain y el caballero verde, un poema medieval de autor desconocido, situado en el siglo XIV. La historia comienza en la mañana víspera del año nuevo, cuando un misterioso caballero de verde llega a la corte del rey Arturo y emite un extraño desafío: permitirá que cualquier caballero le decapite, golpeándolo una vez con su larga y afilada hacha, siempre que se le permita devolver el golpe al año siguiente. Solo sir Gawain responde al reto, pero, como nos dice Tolkien en un famoso prólogo a la obra:

«[Gawain] no se ha involucrado en semejante peligro a causa de su espíritu de nobleza, ni por alguna fantástica costumbre o promesa hecha por vanagloria, ni por orgullo o afán de convertirse en el mejor caballero de su Orden; ni por (…) una mera cuestión de testarudez, o que implicase que arriesgaba su vida por un motivo insuficiente. (…) Gawain se ve envuelto en ello a causa de la humildad, para él es una cuestión de honor: ha de defender a su soberano y pariente».

Aunque, ¿sabe realmente nuestro héroe a qué se expone con tan valiente gesto?

Sir Gawain es uno de los caballeros de la corte de Arturo. De hecho, es su sobrino, un guerrero cortés, noble y valiente, paradigma de perfecciones. Gawain también es un servidor de Nuestra Señora, representada en el interior de su escudo por un pentáculo que simboliza sus cinco Gozos y las cinco llagas de Cristo. Este emblema también nos alude a la quíntuple perfección del héroe: en liberalidad, bondad, castidad, cortesía y piedad. Una piedad y castidad que, por cierto, serán puestas a prueba en la historia.

Junto a la belleza del texto, la obra nos ofrece una historia ejemplarizante e instructiva, en la que el idealismo de la caballería se entrelaza con la moral cristiana. Podemos decir que la tentación de Gawain no es heroica, en el sentido que hasta entonces tenía el término, sino moral. Sir Gawain demuestra su masculinidad al evitar el adulterio, en contraste con otro famoso caballero artúrico, compañero de la Tabla Redonda, Sir Lancelot.

El poeta anónimo nos muestra con la historia de sir Gawain dos grandes enseñanzas: que, si, arrepentidos y humildes, confesamos nuestras faltas y somos absueltos, podemos enfrentar la muerte, con la conciencia limpia y sumisos a la voluntad divina, con temerosa esperanza y confiando en la justicia y misericordia de Dios, tal como hace Gawain en su camino hacia su encuentro final con el caballero verde; y que, por muy virtuoso y capaz que parezca un hombre, no es más que eso: un hombre, por lo tanto, no hay hombre que pueda, por sí solo, superar todos los lances y tentaciones mundanas. Como Frodo Bolson, nuestro virtuoso caballero emprende con reticente coraje (y no por vanagloria, ni fama, ni por imprudencia irreflexiva) una búsqueda dificultosa con un desenlace, muy probablemente, mortal. Y, como Frodo, fracasa al final, aunque su fracaso –muestra de su humanidad– es engañoso, pues le abre las puertas a su destino celestial.

Gawain es uno de los mejores héroes literarios, tanto por su valor como por su fracaso. Casto en la carne, pero infiel en el corazón, humilde luchador ante el pecado, forcejea con el orgullo y la lujuria para, tras ponerse en manos de Dios, volver a Camelot con una pequeña cicatriz en el cuello que, como el dedo perdido de Frodo, le muestra para siempre la naturaleza imperfecta de todo ser humano y los límites que demarcan su propia existencia.

Tolkien remata su prólogo a la obra de esta manera:

«El más noble de los caballeros de la más alta orden de Caballería rechaza el adulterio, ubica el odio por el pecado como último recurso por encima de los demás motivos, y escapa de una tentación que lo ataca bajo el disfraz de la cortesía, por la gracia obtenida de la oración». ¿Qué más podemos pedir como ejemplo para nuestros hijos?

  

RUSLÁN

 

Uno de los primeros poemas narrativos escritos por Pushkin fue Ruslán y Liudmila, donde, inspirándose en una vieja leyenda popular, el genio ruso nos relata las aventuras de un boyardo en la Rus de Kiev a mediados del siglo X. El poema es una simbiosis de un cuento de hadas y una novela de caballerías, recreando el clásico camino del héroe, en el que el honor y la lucha contra el mal se entremezclan con una historia de amor.

Ruslán, el caballero protagonista, se enfrenta a muchas y duras pruebas para intentar rescatar a su futura esposa, Liudmila, hija del Gran Príncipe Vladimir de Kiev, de las garras del malvado mago Chernomor.

Ruslán representa una clara muestra de la confluencia benéfica de la ira y la mansedumbre que venimos comentando. En un encuentro perturbador entre el héroe y una gigantesca y terrorífica cabeza humana, la victoria del caballero no proviene de su fuerza ni de su espada, sino de su compasión. Así lo describe Pushkin:

«Y bajó silenciosamente la espada,
En él, la ira feroz muere,
Y la violenta venganza perece
En el alma, sometida por la oración:
Así es como el hielo se derrite en el valle,
Golpeado por el rayo del mediodía».

Como es sabido, la imagen más pura del caballero cristiano es la medieval. En ella encontramos su más elaborada expresión, siendo afortunadamente numerosísimos los ejemplos. Los cuatro que he escogido, el Cid, sir Geraint, sir Gawain y Ruslán, son solo una limitada muestra, pero ponen de manifiesto la importancia de la mansedumbre, la caridad y la templanza en la configuración de la figura caballeresca cristiana, como elementos decisivos para garantizar la justicia y el orden, a los que el caballero está destinado a servir.

En la próxima entrada veremos si algo de este espíritu caballeresco, aunque solo sea un poco, puede ser hallado en la literatura moderna.