Perpetuación de la especie y fundamento de las comunidades humanas
Cuatro necesidades básicas tiene todo individuo para sobrevivir: hidratación, alimentación, descanso y protección (frente a fenómenos naturales adversos y la agresión de otros seres vivos).
Pero el individuo no viene de la nada. La especie se perpetúa por medio de la reproducción, para la que está capacitado todo individuo adulto sano. Casi todas las especies emplean la reproducción sexual, por la cual se combinan los genomas de dos individuos para generar un tercero con un genoma diferente. Para ello se ha creado dos sexos, caracterizados según el cromosoma sexual que posean (sexo cromosómico o genotípico) y sobre todo las células especializadas para esa combinación, llamadas seminales (espermatozoides para el macho y óvulos para la hembra). En las especies evolucionadas se lleva a cabo por contacto físico en la llamada cópula o apareamiento entre un miembro adulto del sexo masculino y otro del femenino.
En las especies de sangre caliente, las crías necesitan cuidados. Usualmente es la madre quien los proporciona, pero no es raro que el padre también participe. En muchas especies de mamíferos se forman grupos o manadas, uno de cuyos principales objetos es precisamente la protección y formación de las siguientes generaciones. En las especies con antepasados biológicos más cercanos a la nuestra, los llamados primates, lo habitual son grupos familiares estrictos, donde literalmente todos están emparentados.
Así pues, la familia es en el ser humano un hecho biológico. No meramente para los cuidados necesarios hasta alcanzar la autonomía, sino para transmitir los saberes y técnicas necesarios para la supervivencia y, más aún, para enseñar al nuevo miembro las relaciones, modos de comportamiento e incluso rituales para encajarse dentro de la sociedad familiar en la que nace, es educado y que posteriormente coopera en prolongar hasta su fallecimiento dentro de ese mismo grupo familiar.
Naturalmente, el ser humano es mucho más que un ente biológico. Tenemos una mente que nos procura el pensamiento abstracto y la lógica, y sobre todo tenemos un alma que nos lleva a la Verdad, el Bien y la Belleza, es decir, a Dios. La naturaleza del hombre- racional y espiritual- es mucho más que el barro del que está hecho (la mera biología), pero está llamada a elevar y perfeccionar dicho sustrato material, no a negarlo (caeríamos en el error del gnosticismo), ni mucho menos contradecirlo. Efectivamente, la persona supera la biología para elevarse hacia lo alto. A partir de las necesidades materiales crea progresos tecnológicos, y desde la familia como círculo de apareamiento y protección forma auténticas culturas políticas.
Vale la pena remarcar de nuevo que el sexo sirve para la reproducción humana. Ese es su objetivo. Nuestra biología marca el hecho de que existan varones y mujeres. Nuestro entendimiento y nuestra alma quedan marcadas por ese accidente, y por ello se desarrolla un sexo psicológico, guiado por reglas sociales al respecto. Pero siempre quedan supeditados al objeto primero del mismo. Sin maternidad, no existe la feminidad; y sin reproducción, el sexo y sus implicaciones emocionales carecen de sentido.
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Familia y sociedad primitivas
En todas las culturas, y desde tiempos inmemoriales, se estableció la institución del matrimonio (exclusiva y típicamente humana), vínculo de obligación mutua de afecto, cooperación y asistencia leal entre esposos y hacia los hijos, como medio más sólido para la transmisión de la vida, y perpetuación de la sociedad. Obligación de lo que se considera socialmente un bien, que es pues enseñanza de virtud. O sea, un deber. Retengamos este concepto para más adelante.
La natural recompensa placentera de la cópula siempre fue considerada una cesión más o menos consentida a la parte meramente animal (los seres humanos entendemos la importancia y beneficio de la generación sin necesidad de premios físicos). Mas los hombres, desde su despertar ancestral, han indagado en la parte espiritual o trascendente de su ser, es decir, aquello que les hace superiores a las bestias. En ese sentido, las cesiones para buscar el placer de la cópula fueron vistas como una debilidad. La sexualidad humana siempre se ha orientado primordialmente a la procreación.
Toda sociedad humana se ha fundamentado en la familia, porque los lazos de sangre van más allá del mero interés. Padres e hijos, y hermanos entre sí, de forma natural guardan lealtad y sacrificio mutuo, y eso convierte a la comunidad familiar en la más fuerte de todas las creadas por los humanos. Del mismo modo, la enseñanza del amor y la transmisión de tradiciones comienza y a veces termina en la familia. En las sociedades más arcaicas los grupos eran pequeños y todos emparentados entre sí. De forma natural los ancianos eran jefes, no sólo por la mayor experiencia vital y el reposo que al juicio da la edad, sino porque siendo hijos, nietos y bisnietos aquellos sobre quienes ejercían autoridad, a todos les uniría el afecto y la obligación, y ello era garantía de imparcialidad en los juicios. Esa era la institución del patriarcado, la del gobierno de los mayores (el marxismo feminista ha corrompido el término, como tantos otros, adjudicándolo a un presunto dominio del varón sobre la mujer, que en absoluto responde a lo que los textos antiguos entienden por patriarca; había, de hecho, un matriarcado paralelo). Los linajes daban lugar a clanes, y los clanes a tribus. Así, apoyándose en un antepasado común remoto, los pueblos encontraban la solidaridad. Mientras las familias nucleares seguían siendo la base de la sociedad, toda la nación se consideraba vagamente una familia que descendía de unos mismos antepasados (más o menos mitológicos). Esa organicidad tribal anteponía las virtudes del afecto y la obligación de sangre por encima de consideraciones materiales, como el lucro (crecientemente importante conforme se desarrolló la economía y el comercio), creando sociedades con sistemas de valores y virtudes que tendían a reforzar esos lazos, en el orden doméstico, pero también el político.
La aparición de las organizaciones sociales más complejas en las edades llamadas “de bronce” y “de hierro”, se hicieron siempre sobre la base de ese linaje común. Los antepasados se convirtieron en héroes que se habían relacionado directamente con los dioses. Esta creencia universal se puede ver en la mitología hindú, la griega, la semítica, la bantú o la mesoamericana (y se puede apreciar claramente en la estructura tribal del pueblo de Israel). Las estructuras de autoridad y potestad (fuesen monárquicas o asamblearias) siempre se fundaron sobre la base de las familias que componían los pueblos, y la idea de familia social, en la que el soberano era el “padre” o el consejo lo era de los “ancianos”. Las leyes provenían de costumbres de familia y comunidad, y eran atribuidas a la voluntad de Dios, único legislador cualificado. Y era tildado de tirano el gobernante que pretendía regir por encima de las leyes ancestrales (las mos maiorum, como les llamaban los romanos).
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La desmembración del papel político de la familia a lo largo de la historia
En los reinos de Oriente (empezando por el faraón de Egipto, la sociedad más religiosa y totalitaria de la antigüedad, pero siguiendo con los shahanshah iranios o los Soberanos Celestiales chinos) el monarca fue asimilado a la divinidad para permitirle modificar las leyes públicas a su antojo, e incluso gobernar sobre ellas como un ser aparte del pueblo; ya no padre, sino dueño y señor. En nuestro medio cultural, fue el imperio romano el que, influido precisamente por los usos persas, primero ensayó estructuras de poder en las que el gobernante y sus leyes estaban por encima de la secular estructura social familiar (es decir, que pretendía gobernar autocráticamente, cual tiranus), basándose en su progresiva divinización, primero con una filiación adoptiva, y finalmente como dios en sí mismo, merecedor del mismo culto que las deidades tradicionales (y ello se aprecia ya en el propio Octavio Augusto, el primer emperador).
Las sucesivas crisis y final disolución del imperio en occidente, y el establecimiento de monarquías de tipo germánico, que retornaban a formas más tradicionales, revirtieron el proceso. El cristianismo triunfante (que desmontó la insostenible divinización de los príncipes como forma de legitimación), asimismo, refrendó esa estructura, estableciendo la teoría de la sociedad orgánica, en la que todos son miembros de un cuerpo y Cristo su cabeza (modo teológico de establecer unos lazos carnales entre los componentes de una comunidad). Es el orden llamado Cristiandad, que pone a Dios por encima de las cabezas de los cabezas de familia. Dios es el gran padre o patriarca de todos. En esa estructura consolidan su fuerza las familias de la nobleza, entre las cuales la familia real es la que ostenta la primacía, creándose dinastías familiares en todos los estamentos y órdenes, particularmente los más encumbrados.
De hecho, no es hasta la modernidad (a partir de las últimas décadas del siglo XVI, y sobre todo del XVII) cuando los filósofos de la política en Europa comienzan a teorizar de nuevo una potestad desligada de la costumbre moral y política transmitida por la comunidad entendida como una familia de familias. Este nuevo autoritarismo no se puede vestir de divinización, claro está, pues el cristianismo es monoteísta. Lo hará por medio del derecho divino de los reyes, esto es, una especie de delegación de Dios al monarca de sus facultades políticas por el mero hecho de ser el príncipe legítimo (no confundir con ser rey “por la Gracia de Dios”, que no es sino un reconocimiento público del monarca católico de que su poder le venía de lo alto, Jn 19, 11). Este derecho privaba al soberano de control alguno por la costumbre y ley tradicional de la sociedad orgánica, del cuerpo político y “familia de familias” de la comunidad humana que gobernaba. Sólo respondía ante Dios (y en privado, podríamos decir).
Como lógica consecuencia, Bodino postuló el absolutismo monárquico, y no mucho después Hobbes sentó las bases del Estado moderno. El aparato burocrático, militar y judicial, mera prolongación o auxilio de las potestades del monarca concreto, se convirtió ahora en un ente autosuficiente y con personalidad propia. Ahora el “soberano” se relaciona directamente con cada miembro de la comunidad política, antes y por encima que con las familias o asociaciones que formen. Nacerá pronto la idea de contrato social, con la cesión tácita (y supuestamente consensuada) de derechos a ese “soberano”, así como el despotismo que acompaña a la Ilustración, y que pese al benigno adjetivo, no hace sino restaurar la autocracia de faraones, shahs y emperadores paganos, venerados como dioses en vida.
Fruto (y reacción) lógicos de esta inversión del centro de gravedad social desde la familia hacia el gobernante supremo, nacerá el liberalismo dieciochesco, cuyo fundamento central, frente al absolutismo filosófico, será el concepto de autonomía o autodeterminación personal. Autonomía del mundo del hombre frente al de Dios, que alumbrará el secularismo; autonomía de la conciencia individual frente a un orden moral superior, que nos regalará el relativismo moral; y autonomía del individuo frente a la comunidad política, de la que se defenderá por medio del individualismo. A ese autonomismo lo llamará libertad, pero detenida en el estado que los clásicos llamaban libertad negativa, esto es, la capacidad para obrar o no, o hacerlo en un sentido un otro sin coacciones. El liberalismo abandonará la defensa del segundo paso, el de la libertad positiva, la de elegir el bien sobre el mal, el bien mayor entre dos bienes o el mal menor entre dos males. Dado que se asienta sobre el autonomismo de la conciencia, el concepto de Bien pierde interés para el liberalismo, ya que se transforma en un postulado enteramente personal e interno (a la postre, una ilusión personal). El liberalismo concibe la libertad como liberación de la voluntad.
Bastará con trasladar el soberano absoluto desde el rey a la asamblea, o a la nación, o al pueblo, y finalmente, al Estado, para alumbrar la revolución liberal, que cambió la faz de Occidente y, a la larga, la de todo el mundo. Un soberano absoluto ante el que la familia y la comunidad unida por lazos de sangre no tiene más labor que someterse a sus sabios designios, desligados de toda ley divina o costumbre humana, pues recordemos que el soberano absoluto se basta y explica a sí mismo; y no se debe a nadie, sino al revés, todos se deben al estado. Al final, él es el único realmente autónomo de esta historia.
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La disolución de la familia tras la revolución liberal
Los filósofos se enfrascan entonces en la tarea de especular sobre el modo de regular las relaciones, y los conflictos, entre la voluntad del soberano absoluto y la de cada uno de los individuos a los que se somete. Los liberales anglosajones defenderán con firmeza la autonomía de la voluntad individual, dejando al soberano únicamente la gestión de aquello que los individuos no les alcance o interese; en este sistema de pensamiento, la ley positiva será casi residual. Los continentales (o más propiamente franceses), propugnarán en general algún grado (o muchos grados) de limitación de la voluntad del individuo ante la del soberano, tenida como la más perfecta posible en cada momento. De ella emanará la ley positiva que ordena los deberes a las voluntades individuales con mandato de fuerza. Cabe recordar que en ninguno de los dos sistemas el soberano es ya más el rey, incluso aunque, como en el caso británico (y posteriormente el español), se conserve su figura. El reconocible padre de las familias desaparece, para dar lugar a una asamblea (bajo diversos nombres) amorfa y anónima de muchas voces que se arrogan la expresión de la voluntad de la nación. Fruto de esta tensión nacerán la declaración de los derechos del hombre y las constituciones liberales, que tratan de ayuntar los postulados disolventes del autodeterminismo, con principios o virtudes públicas que se sugiere u obliga a seguir.
Este sistema, secular enemigo de la sociedad orgánica, segrega de forma radical y ya definitivamente a la comunidad de familias de la acción política. No es casual que el mercantilismo y posteriormente el capitalismo crematístico acompañen al liberalismo, y cambien completamente las reglas del juego, estableciendo modelos materialistas para la acción social. La religión sancionadora de costumbres pasa al plano privado. La virtud deja de ser algo público para convertirse en algo particular de cada conciencia y de cada hogar, y la eficiencia y la utilidad la sustituyen como guías de la acción social. A cambio, los diversos grados de liberalismo (conservador, moderado, democrático, exaltado…) crean partidos cuyas ideologías establecen la discordia social endémica, resquebrajando el modelo de sociedad orgánica.
Pero mientras el liberalismo doctrinario clásico aún bebe de las mismas fuentes del pensamiento clásico, quiere apoyarse en la razón (hasta llegar al esperpento de establecerla como “diosa” oficial), y por ello trata de sustituir las virtudes de la tradición y el cristianismo por otras supuestamente basadas en la lógica (la famosa “fraternidad” y sus derivadas), los más radicales exigen llegar a la conclusión lógica de las tres autonomías: la ruptura completa del individuo con sus lazos sociales y morales, y la reconstrucción de una nueva sociedad de individuos unidos por otros parámetros. El liberalismo inicial se ve retado y superado por sus propios hijos. Dos grandes movimientos van a hacerlo de forma definitiva:
Por un lado el romanticismo, que desafía el racionalismo cartesiano y logicista, y exalta el sentimiento (una emoción vagamente intelectualizada) y lo irracional, y cree en un espíritu (nada que ver con el alma trascendente) que lo mismo poseen los pueblos que las personas, inaprehensible y que escapa al entendimiento. Será padre de dos corrientes funestas: el sentimentalismo (las relaciones- sobre todo conyugales, que pasan a conocerse precisamente como “sentimentales”- se deben basar principal o exclusivamente en el sentimiento, orillando la razón, destructor de matrimonios), y el nacionalismo (los pueblos deben expresar sus anhelos de autodeterminación formando naciones, más allá de otras ordenaciones o intereses legítimos, destructor de la paz).
Por otro lado el socialismo, que trata de recuperar la comunidad política perdida, pero lo hace extremando el principio de liberación (autodeterminación radical de las sociedades, que supuestamente tenderían de forma natural al igualitarismo, de no existir instituciones injustas). De los diversos socialismos (fabiano, fisiocrático, sansimonista, anarquista) el único que llega a plasmarse en la práctica es el comunismo marxista-leninista, que lleva a su plenitud el Estado como sujeto de toda soberanía, resolviendo la lucha partidista por la lógica imposición del partido único. No solamente es independiente de toda costumbre o tradición, sino que su voluntad es ley para los individuos; no solamente es secular, separando a Dios del hombre, sino que es materialista y abiertamente ateo; no solamente emplea las discordias como método de alcanzar el poder, sino que enseña la lucha de clases como fundamento de la acción política; no sólo, en fin, ignora la faceta política de las familias, sino que procura su destrucción activa, imponiéndole sus normas según el interés del estado en cada momento.
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La postmodernidad
En el siglo XX, los totalitarismos socialistas (fuesen marxistas-leninistas o nacionalistas) arrasan con la Modernidad, y pese a su derrota final en sus formas duras (Alemania nazi, Italia fascista y Rusia comunista), provocan la necesaria reinvención del liberalismo, que lo hace finalmente en forma de Postmodernidad, estado en el que hoy nos hallamos, y que hace eclosión en el existencialismo que marca el llamado “espíritu del 68”.
Aquello que caracteriza a la posmodernidad es el voluntarismo extremo: ahora la voluntad individual ha alcanzado su máxima autodeterminación y es el soberano absoluto (aparente); el concepto de liberación de toda coacción externa llega al paroxismo. Ya no hay más virtudes tradicionales (o religiosas), ni siquiera públicas. El individualismo es ley, y regresamos a las cuatro necesidades básicas para sobrevivir con las que abríamos el artículo (lo que convierte al movimiento en materialista estricto), como norma suprema de comportamiento, acentuándolas hasta convertirlas en comodidad, gula, seguridad total y ocio. Aparece también un neorromanticismo, en el que el sentimiento es considerado la expresión más genuina del ser, lo cual lleva a la irracionalidad (el sentimiento- por muy humano que sea- no deja de ser una emoción parcialmente intelectualizada), otra nota que diferencia a esta fase de la modernidad, que hacía gala de un racionalismo estricto.
La soberanía absoluta de la voluntad personal, el individualismo, el materialismo estricto, el sentimentalismo… todas estas características borran por completo la obligación de bien (o virtud) del comportamiento humano, y hacen de la posmodernidad un movimiento que animaliza al hombre, y lo aleja, no sólo de cualquier inquietud espiritual o trascendente, sino también de la mera pervivencia comunitaria fundada en lazos de afecto y compromiso mutuo entre sus miembros.
Muchas son las áreas en las que el postmodernismo carcome y debilita a la comunidad humana y política hasta desintegrarla, pero dado que este artículo está fundamentado en la pérdida del concepto orgánico de familia de familias, vamos a resumir aquellas notas en las que este movimiento filosófico corroe a la familia.
El individualismo induce a la pérdida de respeto a la autoridad de los mayores. La relación con los progenitores no incluye ningún deber de respeto filial, sino que se basa meramente en el sentimiento, esto es, en la relación personal con los mismos. Esto se nota sobre todo en la desaparición completa de reconocimiento por los antepasados (piénsese en la supresión acelerada de toda la cultura funeraria, un rasgo milenario de nuestra civilización). Cual mariposa que desprecia su crisálida, cada persona y cada generación se cree primera y última: ni se acuerda de lo que le legaron sus mayores, ni se preocupa de lo que deja a sus descendientes.
El matrimonio ha sido, en la práctica, erradicado. La comunidad de almas y bienes en la que se encauzaba la pulsión sexual y se procuraba la crianza adecuada de los hijos por medio de la cooperación leal y el afecto mutuo, como medio para la construcción social, ha quedado pulverizada. Ya no es más un medio de perfeccionamiento por medio del sacrificio; y el engrandecimiento humano, espiritual y patrimonial de la familia (del cual todos sus miembros se beneficiaban) ya no es un objetivo. Ahora es una mera relación contractual, que tiene dos sujetos, cada uno procurando obtener de la unión el máximo de beneficios para sí mismo. Dicha relación no tiene vocación de perpetuidad, su objetivo es la satisfacción personal máxima de las cuatro necesidades básicas de supervivencia, y se rige tanto por la autonomía de la voluntad personal de cada uno como por el sentimentalismo escasamente racional o directamente irracional.
La paternidad se ha convertido en un subproducto de esas necesidades: los hijos ya no son el objetivo por el que se contrae el estado de vida casado, sino un medio para satisfacer la vocación natural de ser madre o padre de cada miembro. Los artificios anticonceptivos permiten planear el número y momento de cada vástago, para adaptarlo a los planes propios. Naturalmente, no se considera incongruente no desear tenerlos, puesto que la familia ya no es el centro de la vocación vital.
La sexualidad ya no es más un medio para lograr el objetivo de formar matrimonio y familia. La recompensa a la procreación que supone el placer sexual ha adquirido una importancia desmesurada, y se busca por sí misma, desligándola, de modo intencionado de la reproducción. La autonomía de la voluntad impone la propia inclinación sexual, práctica y consecuencias, por encima de cualquier fin biológico, natural y social que la sexualidad tenga. Únicamente el sentimiento irracional es respetado como guía para el comportamiento sexual.
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Reflexiones finales
El lector podrá advertir que la legislación positiva familiar en las últimas décadas en Occidente ha tendido insistentemente a alentar y garantizar esa visión radical de autonomismo voluntarista, cooperando de modo fundamental en su instauración en la consciencia social.
Como se puede deducir, si el centro de la vida personal ya no está en una normal moral externa, en un anhelo sobrenatural o en una comunidad humana de la que se forma parte y a la que hay que corresponder con su perpetuación y mejoramiento; si el centro de la vida individual es la satisfacción máxima de las necesidades materiales; si la expresión de las pulsiones o los sentimientos (por irracionales y contrarios al orden natural que sean) son ley; si, en fin, se niega abiertamente cualquier orden superior al que sujetar el propio actuar, y meramente se lucha por eliminar cualquier coacción a la conciencia propia… la vida comunitaria se destruye como consecuencia, pues el fundamento de la comunidad humana y política es la obligación de bien (el deber de virtud) de unos con otros, que la costumbre y la tradición sancionaban, y que las nuevas legislaciones positivas eliminan con persistencia.
Atendamos a la base teológica que encierra este pensamiento: la conciencia humana es soberana, y por tanto cualquiera sea su veredicto, este es correcto para ese individuo, puesto que es la conciencia la que crea el concepto de Bueno o Malo en base a sus experiencias vitales. Ergo, se borra la noción de pecado original: para el posmodernismo la conciencia es inerrable por principio, y todo el mundo es bueno per se (porque todos escogen hacer aquello que consideran que es lo bueno). Naturalmente, la realidad humana es que la conciencia, si no está bien formada, yerra. Y todos podemos hacer, y hacemos, cosas objetivamente malas con conciencia tranquila, puesto que para el mero individuo el bien es satisfacer aquello que nuestro apetito anhela. Hace falta una educación en la virtud, que únicamente proviene de la enseñanza de la sociedad familiar y comunitaria, para renunciar a nuestros apetitos en pro de un bien superior. La virtud no es solamente un elemento de raíz sobrenatural (ya revelado por Dios en los patriarcas, profetas y apóstoles), sino también un mecanismo de cohesión y supervivencia social. Es el deber de Bien lo que hace a las sociedades persistir, crecer y progresar (progreso moral, no confundir con progreso técnico).
Ahora el soberano absoluto ya no es el monarca, ni la asamblea, sino, como diría el apóstol, es el vientre de cada uno.
Se pensaría pues que el posmodernismo ha alcanzado la liberación última, y que ha acabado con el soberano absoluto, puesto que hay tantos soberanos como individuos. La realidad es que la necesidad del hombre de vivir en sociedad no es soslayable, está en nuestra naturaleza, y el autonomismo radical, tras desintegrar a la sociedad, acaba desintegrando al propio individuo, que ya no está inserto en un orden natural, sino que flota como madero a la deriva de sus propias pasiones. En un universo en que cada vez más se pregona la filosofía del autonomismo voluntarista, cada vez más interrelacionadas estamos las personas, y más necesidad tenemos unos de otros. ¿Cómo conciliar estas dos realidades contradictorias?
Aquí es donde entra lo que podríamos llamar el motor oculto que mueve la historia, y lo hace en un sentido muy determinado. La realidad es que la destrucción de la familia y la sociedad orgánica, ha dejado un único elemento de organización social: el Estado Moderno, institución que (salvo unos pocos anarquistas) no es discutida por ningún posmodernista. El Estado Moderno es llamado a poner orden en la inevitable sucesión de conflictos que se producen cuando infinidad de soberanitos absolutos personales chocan unos con otros al querer llevar a cabo su voluntad.
Bajo el papel de árbitro de las voluntades, en realidad las leyes e instituciones del estado moderno se han inmiscuido de una forma sin precedentes en la historia en la vida familiar y comunitaria de las sociedades. Jamás han existido reglamentaciones tan invasivas de las relaciones entre personas como las que hay actualmente (como botón de muestra más reciente, la de una ley que se tramita en el parlamento español que pretende establecer una especie de contrato entre los protagonistas de una fornicación). Ese estado ha sido crucial, con sus leyes, en la destrucción de la estructura familiar, el órgano social más antiguo (se pierde en las brumas de la prehistoria más remota), a base de proteger ferozmente la voluntad personal de cada miembro del matrimonio o de la prole, frente a las obligaciones que todos ellos tienen hacia los demás miembros de esa comunidad. El único sujeto hacia el que el individuo puede tener alguna obligación es… el propio estado. Y es un sujeto exigente, pues no admite excepciones ni tolera disidencias (pensemos en el modelo de China, probablemente el llamado a ser imitado en el futuro próximo).
No es nada casual; ya Baruch Spinoza postulaba que el mejor modo para que el soberano controlara a sus súbditos era dejarles que creyeran lo que quisieran. Tal vez esperaba alumbrar una sociedad parecida a la actual, en la que aparentemente son las instituciones estatales las que mantienen unidas a las personas individuales por medio de reglamentos e intervenciones.
Aunque se sale del tema de este artículo, vale la pena recordar que los estados modernos, a su vez, están influidos, de modo más o menos efectivo, por grandes organizaciones y grupos de presión, que con no poca frecuencia los emplean de modo instrumental. Esos grupos, por norma, no suelen representar a muchas personas, sino a mucho capital, o lo que es lo mismo, que los estados modernos están en buena medida dirigidos sutilmente de forma no democrática, sino criptoligárquica, por una timocracia, o plutocracia, que hoy en día ya lo es a nivel mundial.
Probablemente, la mejora forma de lucha antisistema sea hoy en día reforzar los lazos y obligaciones familiares y sociales: respetar y amar a nuestros cónyuges, hijos y padres, sacrificar nuestros apetitos e intereses personales al bien de aquellos más cercanos a nosotros, y por extensión a nuestro prójimo.