Con un poco de humor permítasenos comenzar con una expresión coloquial. Si se atiende al sentido que tiene en gran parte del mundo rural hispanoamericano, «mandinga» es una forma corriente de llamar al diablo, no como gran oponente a Dios, sino como el que produce que los asuntos no se puedan controlar y salgan mal.
Pues, lo que ha sucedido con Fiducia supplicans es cosa de Mandinga, el diablo metió la cola. En enero, en mi comentario semanal, yo hablé sobre la confusión que traía esta declaración, que de claro tiene poca cosa[1].
Pero ahora hemos tenido un show carnavalesco –en el Uruguay el carnaval dura todo el mes de febrero, en pleno verano– con un gran tropezón en el baile organizado ante el maravilloso paisaje de la Laguna del Sauce en Maldonado. Allí tuvo lugar la bendición casi teatral sobre cada uno de dos varones, sentado uno junto a otro, que celebraban su vinculación a modo de pareja legal.
Un verdadero tropezón, es decir un escándalo, en el sentido de dar el pie contra la piedra, en el camino de testimoniar el Evangelio de Jesús, de testificar la libertad de la Iglesia de las presiones del mundo.
Los engaños justificativos
Se decía en la mentada declaración y en los comentarios sucesivos que se trataba de bendiciones espontáneas, sin forma, al paso, en ocasiones subitáneas, acotadas a 15 segundos. Sin embargo, fue un acontecimiento propio de la «farándula», de «ricos y famosos», con amplia cobertura mediática.
La ficción de privacidad no podía ser mayor. El hecho fue proclamado en la prensa. Los personajes son más que conocidos. Las mismas bendiciones, con poca gente alrededor, fueron ante periodistas y fotógrafos, que tenían la misión de proclamarlas urbi et orbi.
El testimonio de la verdad, escondido.
Concedemos que, como se repitió como un mantra, quedó claro que no se trataba de la celebración del sacramento del matrimonio.
Pero esto no basta. Hay más realidades en juego. Nada claro quedó el juicio –sí, el juicio– de la Iglesia, sometida a la Palabra de Dios recibida en la Tradición viva y constante, que debía iluminar a los solicitantes y quienes los acompañaban, y también al Pueblo santo de Dios y a la sociedad entera. De lo contrario, como bien comentó San Gregorio, hablando de los pastores, a propósito del profeta Ezequiel, somos perros mudos, incapaces de ladrar… No acudieron a la brecha ni levantaron cerco en torno a la casa de Israel, para que resistiera en la batalla, el día del Señor (San Gregorio Magno, Regla Pastoral, 2, 4).
Las palabras y los gestos tienen significado en un conjunto. Los involucrados ya habían anunciado todo esto desde el año pasado.
Los dos varones, que pedían la bendición, dos días antes habían firmado un contrato legal, mal llamado matrimonio y, en la manipulación lingüística, proclamado igualitario. Ahora bien la fe católica no reconoce el matrimonio de personas del mismo sexo, por ir contra la razón y contra la Palabra de Dios y toda la realidad del ser humano. De aquí que indica que los católicos no deben de ningún modo apoyar su existencia. En este contexto se dieron las bendiciones. Más aún, por este motivo estaba preparada a continuación una fiesta para varios centenares de personas.
Ambos «bendecidos», parecen avalar las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. En cambio, la Iglesia, basada en la ley natural y en la ley revelada por Dios, ambas coincidentes, enseña que son desordenadas y pecaminosas las relaciones sexuales fuera del matrimonio de varón y mujer. Tales relaciones entre personas del mismo sexo son gravemente malas por su naturaleza, ofenden a Dios, en su sabiduría y bondad y deforman su imagen en el hombre.
Nada de esto quedó claro. Repito, los actos tienen su contexto. Aquí se entendió que no hubo sacramento del matrimonio. Pero al mismo tiempo pareció que eso no importa mucho, démosle pa’lante con casamiento civil para personas del mismo sexo, a la unión carnal entre los mismos.
En último término, se participa en la banalización generalizada de la dignidad del ser humano –creado a imagen de Dios y recreado en Jesucristo–, su cuerpo, el sexo y el amor, la familia, el llamado a la santidad.
Fundamentaciones erróneas de lo actuado.
Las tales bendiciones se dice fueron en cumplimiento de la mentada declaración y que fueron indicadas por la representación pontificia en el Uruguay.
Bueno, a cada cual su responsabilidad. La Declaración Fiducia Supplicans, que ya hemos criticado, no obligaba a esto, aunque era previsible que lo produjera.
También alguno puede decir –y algo de eso podía aparecer en las fórmulas ambiguas de la bendición– que se bendecía el amor, no la situación, y que el amor hay que bendecirlo siempre. Esto no es verdad. El amor puede ser ordenado o desordenado, y todos sabemos que lo es con frecuencia. Si unos padres malcrían a sus hijos, y les conceden lo que ellos quieren aunque sea nocivo, los aman mal. ¿Nadie conoce amores tóxicos?
El amor verdadero es regido por la verdad y el bien objetivo, está dirigido por el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo según el amor de Dios, es decir según sus mandatos, sus preceptos.
Este es el camino del verdadero amor y la verdadera libertad.
La unidad de la Iglesia.
Se ha dicho que opinar algo diferente en estas circunstancias rompe la unidad de la Iglesia. Y esto es grave. La unidad de la Iglesia es un don precioso, que Jesús pidió al Padre –«que sean uno»– y que le pedimos al Cordero de Dios en cada Eucaristía –«danos la paz». Todos sabemos que es compleja, es unidad en la confesión de la fe, la comunión sacramental, la caridad, la comunión jerárquica, con el Sumo Pontífice, el Colegio episcopal, con el Obispo del lugar.
Por eso mismo, muchas veces callamos, no porque cuidemos carreras eclesiásticas o prebendas, sino para preservar la comunión y, sobre todo, para no pasarles problemas a los fieles. Sin embargo, otras veces el mismo amor a la unidad pide manifestarse, sobre todo cuando está en juego la salud de las almas.
Ahora bien, nótese que la división en este asunto nació de la Fiducia supplicans. Basta con ver el número y la calidad de las intervenciones que, manteniendo la comunión con el obispo de Roma, señalan las deficiencias del documento y, si tienen carga pastoral, cierran sus jurisdicciones a las bendiciones propuestas. Por algo se convirtió el escrito, según la expresión del Arzobispo de Oviedo en Fiducia complicans[2]. De todas formas, continua diciendo, tenemos bastantes datos en el Antiguo y Nuevo Testamento, con 2000 años de custodia de la Iglesia, como para saber qué hacer.
Las observaciones a la confusión y los errores provienen de toda la Iglesia universal. Baste con referir la alocución del Presidente de la Conferencia Episcopal de Nigeria, la Iglesia que hoy en día tiene más cristianos muertos por su fe en Cristo, mártires: «Desgraciadamente Fiducia Supplicans tiende a herir la unidad y la catolicidad de la Iglesia». Por eso, en comunión con otras Iglesias, afirma que no hay lugar a bendición de parejas homosexuales e invita a «discernir y diferenciar adecuadamente entre la «voz de Dios» y la «voz del mundo»[3].
La mirada compasiva de Dios y de la Iglesia.
No faltará quien acuse a estas posturas, incluida la nuestra, como rígida, leguleya, desconocedora de la misericordia de Dios y de la condición humana.
La Iglesia no recibe su mirada y su juicio sobre el hombre y la humanidad de sí misma, ni mucho menos del mundo, sino de Dios como se ha manifestado en la Historia de la Salvación, definitivamente en Cristo, y como Ella misma ha custodiado el depósito en siglos.
Por eso la Iglesia, la fe recta, no es puritana, no piensa en un hombre ideal abstracto, ni tampoco sigue las ideologías del hombre que quiere construirse según su propia idea o su propia voluntad.
En la Iglesia conocemos y nos asombramos ante la dignidad del hombre creado a imagen de Dios, y lo sabemos a su vez débil y herido por el pecado. Lo miramos, nos miramos, a la luz de Cristo, que «sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que nosotros muertos a los pecados, vivamos para la justicia» (1 Pe 2,24). Por eso, la Iglesia llama a la conversión y, sobre todo, a creer en la misericordia divina, en la verdad de su Palabra, en su auxilio y gracia, que nos permiten vivir en humildad una vida de justicia, es decir, de santidad.
Anunciamos la belleza de la vida honesta y casta, así como el combate contra la concupiscencia desordenada, el egoísmo, las tinieblas provenientes del pecado, la necesidad de ser salvados por la gracia de Dios.
En todo lo que tiene que ver con el cuerpo, la sexualidad, a partir del 6º mandamiento, guiados por la razón iluminada por la Palabra Divina, hay un camino de verdad, castidad, pureza a transitar. El culmen es ofrecer nuestros cuerpos como víctima, viva, santa, agradable a Dios, como nos enseña San Pablo. (Rom 12,1).
En la cultura que nos rodea es ampliamente rechazado este plan sapiente y maravilloso del Creador y Padre. Pero escuchemos al apóstol¸ que nos exhorta: «no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 1,2).
Es la verdad sobre el hombre, el designio de Dios, su juicio y el llamado a conversión, su gracia para vivir en justicia y santidad, lo que en la luminosidad de la tarde de la Laguna del Sauce apareció en tinieblas.
El esplendor del Evangelio quedó ocultado. No resuena la ley de Dios, el llamado a la santidad, ni la búsqueda de ella. A los hombres no se les dio el testimonio de la misericordia de Dios que llama y cura la ceguera. Muchos fieles están confundidos. Flaco favor se le hace a la multitud que lucha, con la mirada a lo alto, por llevar una vida afectiva y sexual concorde con la razón y el Evangelio, sea con atracción hacia el sexo complementario, sea hacia el propio.
Cualquier pastor tiene experiencia de haber acompañado a hermanos que buscaban.la verdadera libertad, el amor recto, con mucho esfuerzo, con caídas y levantadas, con experiencia del propio límite, con desgarrones afectivos tremendos. La compasión, estaba intrínsecamente unida a señalar la verdad, el camino de la cruz y la oración confiada en la gracia de Dios.
En estas circunstancias nos interpela y nos guía el Beato Jacinto Vera. Él tuvo que enfrentar violentas luchas ideológicas, frente a poderes muy fuertes, incluido el mediático. Él padeció desprecios, insultos, difamaciones e injustas medidas de fuerza.
Por su lado, siempre mantuvo su caridad sin límites, su bondad en el trato, su apertura –aún la de su casa– a todos. Asimismo no dejó de anunciar toda la verdad del Evangelio, también en lo que contrariaba las ideologías dominantes, lo que enfrentaba los pecados de los hombres, lo que desagradaba a muchos y presentaba el amor de Dios y el llamado a la conversión y a la gracia de la salvación.
En difíciles circunstancias testificó de sí mismo: «Nos, que tan repetidos ejemplos hemos dado de renunciación de todos los bienes terrenos, no hemos dado hasta ahora un solo ejemplo de querer sacrificar nuestra conciencia por ningún respeto humano»[4].
En la oración de la Iglesia.
Al comienzo de la Cuaresma hemos cantado con la Iglesia, en el Introito del Miércoles de Cenizas, con las palabras de la Escritura Sagrada (Sab. 11,24-24.27, ps.56): «Te compadeces de todos, Señor, nada odias de lo que has hecho, disimulas los pecados del hombres, para que se arrepientan. Los perdonas, porque tú eres, Señor y Dios nuestro. Ten misericordia de mí, oh Dios, porque en ti confía mi alma.»[5].
La misericordia y el perdón de Dios, traen consigo la súplica, la confesión del pecado y el arrepentimiento.
Los miembros de la Iglesia no somos ajenos a tal debilidad, por eso necesitamos continuamente que nos corrija la Palabra de Dios, predicada con amor y verdad, para enfrentar las tinieblas del pecado.
También a los Pastores hay que predicarnos la conversión. El camino no es defender siempre lo actuado y la imagen de unanimidad aparente, acusando a los otros que informan mal.
Hay mucho que orar en reparación a las ofensas hechas a Dios, nuestro Señor y Padre, y al Corazón de Jesús, a este adorable Corazón al que el Beato Jacinto Vera en 1875 consagró el Uruguay.
Concluimos orando con la Iglesia por la Iglesia, en el camino cuaresmal[6]:
Señor, guarda con amor constante a tu Iglesia, y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse
lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro
y mantenla en el camino de la salvación Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.
Mons. Dr. Alberto Sanguinetti Montero
Obispo emérito de Canelones ( Uruguai)